lunes, diciembre 31, 2007

Ni para tomar impulso


Tal vez porque la inmensa mayoría de los uruguayos descendemos de europeos y arrastramos la herencia genética y cultural del frío en esta época del año, la Navidad y el Año Nuevo los celebramos comiendo. Y lo hacemos en forma descomunal. Empezamos los primeros días de diciembre y terminamos cuando no damos más, habitualmente al final de la primera jornada del Año Nuevo. Las despedidas en el trabajo y con amigos, las cenas de Nochebuena y Fin de Año, los almuerzos de Navidad y de Año Nuevo están repletas de alimentos hiper calóricos y bebidas con graduaciones alcohólicas variadas. Nuestras mesas se visten de nueces, avellanas, pan dulce y turrones como si viviésemos a temperaturas bajo cero. Además, faltaba más, incorporamos nuestros productos autóctonos como la buena carne de vaca a la parrilla, ensaladas con algo más que las típicas veraniegas preparadas con lechuga y tomate, y, obvio, el heladito “bajativo”, broche de oro de toda comida que se digne de tal en la temporada estival uruguaya. Los helados, que conste en actas, no son de limón o menta, sino que de dulce de leche, chocolate, sambayón y las novedosas cremas con pasas al ron. En suma, ingerimos lo que dicta el norte y lo que dicta el sur. El resultado: unos tres kilos de más en menos de un mes. La dieta, sin duda, la empezamos el 2 cuando nos ponemos la malla y los rollos nos salen por todos lados, drama que los representantes del sexo masculino no tienen pues lucen sus panzas casi como signo de estatus, mientras a nosotras nos exigen ser escarbadientes. Y si no nos lo exigen ellos, nos lo exigimos nosotras, demostrando que la inteligencia la aplicamos solamente en el trabajo y la profesión pero no en la vida diaria.
Antes de Navidad, la ciudad y las casas se visten de árboles al mejor estilo del norte del mundo, mientras que los pesebres brillan por su ausencia, a pesar de ser mayoritariamente católicos o cristianos, a pesar que lo que se celebra es el nacimiento de Jesus. Los árboles se llenan de regalos que trae un Santa Claus nórdico, simpático, viejo y abrigado señor que acá se muere de calor dentro de tanta ropa con cuellos y puños de piel blanca. Para refrescarse, nada mejor que la Coca Cola, que fue, además, la primera que lo vistió de rojo allá en los EUA, a mediados del siglo pasado. Los centros comerciales se inundan de compradores compulsivos que gastan lo que no tienen en objetos que no necesitan, que no los harán más felices ni mejores personas, y que los dejarán en bancarrota todo el año siguiente pagando cuentas siderales de tarjetas de crédito o préstamos que los bancos ofrecen a intereses de usura.
Llegamos, entonces, al fin de año, cansados, más gordos, sin un peso en el bolsillo, y como si esto ya no fuese suficiente como para desgarrarnos las vestiduras, haciendo balances que terminan siempre siendo negativos, por lo que se suele decir que mejor que se vaya rápido este maldito año y se venga bien rápido el nuevo, con la esperanza que de una vez por todas se nos de aquello de salud, dinero y amor. Pero como a la suerte hay que ayudarla, una serie de rituales se conversan durante la última semana del año. El primero: usar algo amarillo (la bombachita rosada era para Navidad). Luego, a medianoche, tirar un balde de agua hacia la calle, romper los almanaques del año que se fue, colgando los del recién estrenado, dando una vuelta a la manzana con una valija (para viajar), barriendo con escoba nueva, atando un lazo rojo a la pata de la cama, uno amarillo al árbol del jardín o de la plaza más cercana, limpiando la casa, comiendo doce uvas, tirando doce granos de maíz o de lentejas, quemando el papel donde escribimos todo lo que queremos olvidar, bebiendo champagne (o el agua de los floreros), tirando fuegos artificiales...
Cada quién con sus costumbres, ritos y tradiciones. Los del norte, congelados, los del sur achicharrados, los del medio hirviendo pero acostumbrados. Cada cultura celebra a su propia manera la llegada del nuevo año, incluso los judíos y los orientales, cuyos almanques están un poco desfasados del occidental y cristiano. Pero una manera de despedir el año llamó mi atención. Parece que en New York, en plena Times Square, se colocó una máquina devoradora de basura para que todos los que quisieran, tirasen lo malo del 2007. Allá marcharon a las cuchillas fotos, cartas y prendas de vestir de ex, papeles de bancos de cuentas saldadas...y se otorgó un premio al mejor, ganando una mujer de Manhattan que tiró a su ex jefe para ser triturado en pleno centro de la cosmopolita New York.
Hagan lo que quieran, o lo que puedan, pero al llegar medianoche, entre tanta cábala y brindis, no se olviden de los que nada tienen y los que a nadie tienen, y claro, de abrazar a los que están con ustedes, sea física o espiritualmente.
Y que se venga nomás el 2008, porque mirar para atrás, ni para tomar impulso. Y si la vida te da limones, sé agradecida (0) y prepárate una buena limonada.