sábado, mayo 16, 2009

Llueve sobre mojado



Los objetos se resbalan de mis manos, no recuerdo fechas, olvido nombres, la lista de asuntos pendientes es cada vez más extensa, mis piernas pesan más que de costumbre y el atardecer me encuentra agotada deseando únicamente dormir el sueño que demora en llegar sin ofrecerme el descanso que necesito. Paso muchas horas de pie, y alterno los ambientes cálidos con el helado aire exterior. A veces, pienso que tanta diferencia de temperatura bajará mis defensas y terminaré por engriparme. Los imprevistos han pasado a ser el común denominador de mis días, obligándome a replantearme las prioridades varias veces en veinticuatro horas. Durante la primera semana, confieso que fui una estúpida optimista, creyendo que pronto todo volvería a la normalidad. Luego, la realidad superó cualquier fantasía y me rebelé contra ella. De nada sirvió. Tengo una conciencia que cada noche me habla desde la almohada. Así que ahora, quince días después, no me queda otra alternativa que cancelar todos mis planes y proyectos, guardando mis deseos en un cajón hasta nuevo aviso. La historia de mi vida con algún breve paréntesis. Esos tesoros se convirtieron en el refugio para mis noches oscuras. No importa ya si es justo o injusto, menos aún cuestionarme Qué hice yo para merecer esto o explicar la circunstancia en base a malas acciones en vidas pasadas. Si bien estoy lejos de la perfección porque soy humana de la cabeza a los pies y desde el alma hasta la piel, no conozco en mi vida otra cosa que el trabajo, el no molestar a los demás, el ayudar a quienes me necesitan, no depositando en otros mis conflictos y mis pesares. En ese ir y venir de mis días no pido nada. Ni siquiera justicia, porque, en lo que a mí respecta, nunca llega, ni siquiera tarde. Los sinsabores me acompañan desde que tengo uso de razón, volviendo negativo cualquier balance, aún el más disociado e infantil. Nunca me comparé con los demás, pero los demás sí lo han hecho conmigo, debiendo admitir, a punto de cumplir mis cincuenta años, que no es casualidad que la envidia, esa palabra que suena tan duro pero que no significa otra cosa que el deseo de algo que no se posee, integre los siete pecados capitales. Es francamente muy triste que esta vida mía, la de una mujer sola a quién la han privado del ejercicio de su profesión en el país que la vio nacer, sea objeto de envidias. Únicamente seres muy insatisfechos consigo mismos pueden querer deshacer más esta vida mía o estar pendientes de lo que hago o de a donde voy. Más doloroso y triste aún resulta tener que aceptar que los vínculos de sangre no constituyen un obstáculo para los sentimientos más atroces y retorcidos, consecuencia de penas no resueltas y traducidas en enojos o en celos desmedidos como si los demás fuesen los culpables de todos los males que cada quien padece. Me ha sido arrebatada la vida en varios puntos del largo camino transitado al extremo de haber sido censurada en mi derecho constitucional a la libre expresión aún en espacios anónimos como éste, sobrando las pruebas al respecto. Esas personas no se acercan cuando las letras sangran, pero aparecen, reclamando, si las palabras escritas tienen un punto de contacto con sus errores. Entonces, sin más, golpean a diestra y siniestra, y entonces, llueve sobre mojado. Dicen que la vida es una novela y estoy convencida que esa confirmación es falsa. Más bien es exactamente al revés. El escritor apenas es un observador atento que con su pluma plasma en palabras bien escritas lo que sus ojos ven y los seres humanos sienten. Las miserias, horrores y alguna que otra bendición que leemos en los libros forman parte de la cotidianeidad de las personas. Que a nadie le quepa la menor duda.