lunes, setiembre 24, 2007

Intolerancias cotidianas. Intolerancias ilegales.





Imaginemos que nos gusta ser rubias y nos teñimos siempre el cabello oscuro que nuestros genes nos dieron. Imaginemos que nos encanta el rock, el blues o la música clásica, y sólo tengamos CDs con ese estilo musical. Imaginemos que nos apetece beber coca cola diet y esa sea nuestra bebida habitual y frecuente. Imaginemos que preferimos el chocolate por encima de todo y nos comemos una tableta de 100 gramos por día aunque engordemos y tapemos nuestras arterias de colesterol. Imaginemos que no juzgamos a las morochas o pelirrojas, ni a los amantes del jazz, ni a los adictos al agua mineral con gas. Imaginemos que no obligamos a nadie a que nos cambie el color del pelo, ni a escuchar nuestra música preferida pues nos enchufamos los auriculares, ni a beber coca cola diet ni a comer chocolate.

Imaginemos que no es nuestra costumbre criticar las preferencias de los demás, y que si nos preguntan al respecto, apenas decimos que cada quién con lo suyo, que el arco iris tiene siete colores y que sobre gustos no hay nada escrito. Tal vez sólo comentamos que la cocaína no lleva a buen puerto jamás, y que si se bebe alcohol no debe conducirse un auto, y claro, no agarrar a palos a la pareja ni a los hijos.

Imaginemos que nuestros cercanos siempre encuentran una oportunidad para criticar nuestros gustos. Una, dos, diez veces. Cada día. Quizás varias veces por día.

Imaginemos que somos fumadores. Fumadores adultos. Fumadores del tipo que ya es muy difícil que abandonemos el viejo vicio adquirido. Fumadores que no ahogamos a los demás con nuestro humo, que salimos al balcón o al patio o al jardín a fumarnos un cigarrillo. Fumadores que no pedimos a los otros ni siquiera que nos vean cometiendo el diabólico vicio de inhalar tabaco y todos sus productos contaminantes. Fumadores que apenas nos gustaría que existan áreas de fumadores en restaurantes o bares. Y, claro que nos dejen en paz.

Imaginemos que cuando ya no tienen argumentos contra nuestro vicio, porque no molestamos a nadie, nos dicen que cuando nos enfermemos de un cáncer de pulmón o de un infarto, todos los habitantes del país pagarán por la atención médica que deberemos recibir por haber cometido el pecado de tener el vicio de fumar. Imaginemos que respondemos que pagamos nuestros impuestos como el Estado ordena, y que, además, tenemos un seguro médico que nos ha costado un ojo de la cara cada mes de nuestra vida laboral. Imaginemos que agregamos que, poco hace el Estado para evitar que los bebedores habituales o sociales conduzcan, después de unos tragos, coches arriesgando la integridad física de los acompañantes, transeúntes y ocupantes de otros vehículos. Y que, poco hace para que los obesos dejen de ingerir las cantidades y calidades de alimentos que suelen. Lo mismo para que hipertensos no ingieran sal, o diabéticos azúcar. Porque, seamos claros, cada habitante también paga la atención médica de accidentados debido al alcohol, y de obesos, de diabéticos y de hipertensos que no cuidan su dieta.

Imaginemos que después de ese argumento, los dueños de la verdad se quedan sin argumentos y se callan. Sin embargo, sabemos que pronto atacarán de nuevo. Y la historia se repetirá una y otra vez.
La tolerancia es una obligación y un derecho de todos los habitantes de este planeta. Debemos tolerar a los otros, y reclamar que se nos tolere en nuestras diferencias. Esto significa nada más ni nada menos que es un delito discriminar a otro por su individualidad, descartando, claro está, si sus rasgos propios violan leyes o constituciones. La intolerancia, es un delito pues constituye una forma de violencia, a veces a ojos vista, otras camuflada. Imposible no sentirse violentado si alguien es católico y en su presencia se habla y habla en contra de los católicos. Lo mismo corre para las pelirrojas, los homosexuales, los abogados, los comunistas y los fumadores. No es de buen vecino atacar y atacar porque no gusta nuestro pantalón, nuestro reloj o nuestra opción política o religiosa.

El mundo, ya se sabe, está lleno de jueces. De dueños de la verdad. Repleto “de haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Repleto de quiénes ven escarbadientes en ojos ajenos y no las tablas en los propios.

El problema no es que se crean jueces. El problema es que la intolerancia empieza con el cigarrillo, sigue con las rubias, las lesbianas, los ateos, los adictos al chocolate, los rockeros, los obsesos y los budistas, sigue con el color de la piel, continúa con las opciones políticas y puede terminar en otro holocausto.

Me había prometido escribir sobre el plato fuerte del que les hablé la semana pasada, pero terminé dedicándome a hablar de la intolerancia. Quizás, porque está muy relacionado, aunque a primera vista no lo parezca. Tal vez, porque sigo en el sur del norte del mundo, y porque sabrán que el jueves pasado diez mil personas se congregaron en Jena, Louisiana, para reclamar un juicio justo a seis estudiantes negros de una high school de ese pueblito de apenas dos mil habitantes.

Si, estoy en el sur de Estados Unidos, donde, a pesar de la Constitución y la historia de muertes y luchas, la intolerancia y la discriminación son el pan de cada día. No hay duda que, mientras aquí (o allá) se discrimine por el hábito de fumar en la terraza, por su opción sexual o por el largo de la falda, los seres humanos estaremos condenados a un devastador final. Seguiremos destruyéndonos los unos a los otros. Hasta aniquilarnos.