lunes, agosto 20, 2007

Como una varita mágica



Tenemos mil y un medios a nuestro alcance para comunicarnos con los demás. Tenemos teléfono fijo y tenemos teléfono móvil. En segundos, hablamos con quién está en nuestras antípodas, y el Atlántico (o la imaginaria línea del Ecuador) son cruzados en uno u otro sentido por sms. Tenemos Internet. En un instante tan breve como el tiempo en el que se expresan los eventos en los que participan las partículas subatómicas, nos enteramos de lo que sucede en cualquier sitio del planeta o comentamos vía Skype o Messenger que amaneció nublado en Montevideo mientras nos responden que el atardecer en Sydney se tiñó de rosado, e incluso, lo vemos, sea con una cámara o una fotografía. Transportamos los teléfonos celulares en viajes interoceánicos, y en un abrir y cerrar de ojos, saludamos a quiénes nos despidieron en el aeropuerto doce horas atrás, y abriendo la computadora portátil mientras el taxi nos deja en el hotel, leemos el periódico de nuestra ciudad, sin importar cuan lejos se encuentre.

Se dice que somos privilegiados pues la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta no disponen, siquiera, de agua potable, y siguen muriéndose de hambre aún las personas que viven en aquellos países que continúan siendo los graneros del mundo.

Se dice, también, que los medios de comunicación son sinónimo de evolución siempre que sean usados en su justa medida, nunca sustituyendo las formas de interrelación denominadas tradicionales. Es decir, el mano a mano, el abrazo, el café frente a frente, bailar pegados, ojos inundados en lágrimas por el milagro de la química de la piel.

Sin embargo, el siglo XXI nos encuentra inmersos en un conjunto casi inconmensurable de nuevos medios, que permiten otras formas de establecer vínculos, o de mantenerlos. Resulta imposible afirmar qué es lo correcto, lo sano o lo adecuado, si con un sms nos anuncian que se canceló una reunión, si gracias a un mensaje de correo electrónico nos enteramos que allá, en Alaska, nuestro mejor amigo se mejoró de su gripe, si con la famosa camarita los abuelos siguen viendo a sus nietos crecer más allá de la distancia, si cada vez son más las parejas que se conocen por Internet, se casan y son tan felices (o infelices) como los que se flecharon en un ómnibus, los presentados por conocidos, los que empezaron a conversar haciendo la fila para pagar en un supermercado.

Quiénes ya tenemos unas cuantas décadas en nuestro documento de identidad, en general, nos hemos ido adaptando a las tecnologías de comunicación, sacándole provecho a algunas, mirando de reojo a otras, jurándonos que jamás usaremos tal o cual, rindiéndonos a los pies de varias. Hemos sido seducidos, ya sea por el costo, por la practicidad, por la rapidez, o por tantas otras razones (o excusas) como seres existimos.

Los jóvenes, por su parte, crecen en esta civilización tan inundada de medios. Desde pequeños se habitúan a conversar a través de las computadoras, o a contactar a sus pares (o a sus padres, o a sus abuelos) con sms. Las batallas que existían diez años atrás por quedarse pegados al teléfono, han desaparecido. Los chicos y las chicas, ahora, tienen sus dedos imantados al teclado del celular. Los adultos ya no pueden espiar suspiros o confesiones detrás las puertas. Los secretos se escriben, y para colmo, en clave. Más de un padre (o madre), intentando develar misterios en los telefonitos de sus hijos mientras éstos se duchaban, terminaron encontrando jeroglíficos. Peor, mucho peor, que hallar un candado sellando las tapas de los diarios íntimos de nuestra lejana adolescencia.

Antes de los sms, apenas unos pocos años atrás, los jóvenes, al menos, se escribían cartitas, con cinco o seis palabras, tal vez de diez líneas, papelitos doblados en ocho que pasaban de mano en mano, eludiendo la mirada del profesor o maestro. Ahora, se declaran amor, se citan, y rompen noviazgos o como diablos los nombren, con cuatro signos digitados debajo de la mesa del salón de clase, a una velocidad envidiable para cualquier adulto, usando mil tretas para que los maestros no los descubran. El modo “silencio” o “vibración”, hace el resto.

Nos preocupan estos jóvenes rendidos frente a las pantallas de las computadoras y de los teléfonos celulares. Jóvenes que no escriben, o que escriben las palabras por la mitad o como se pronuncian. Jóvenes que no leen, o que leen frases cortas en un idioma que no es la lengua materna, ni inglés, ni alemán, ni mandarín. Jóvenes que hacen sacar canas verdes a sus maestros pues llenan de faltas de ortografía sus trabajos de clase o tareas domiciliarias.

No hay sur ni norte, ni este ni oeste para este asunto. El problema se ha globalizado. Y si los de acá abajo decimos que en este sitio del planeta aún no es tan serio, es porque no queremos ver. No son los jóvenes del norte quiénes llevan la delantera. El tema es universal. Si no está más extendido en los países en desarrollo es debido al costo, pero a medida que la competencia los va bajando de precio, ya están en los bolsillos o las mochillas de los chicos y chicas tercermundistas.

Pero no sólo los jóvenes no escriben, los adultos tampoco. Si tenemos que comunicarnos con alguien que está lejos, enviamos sintéticos mensajes de correo electrónico, o conversamos por Skype o Messenger. En el mejor de los casos, llamamos por teléfono. Incluso, en nuestro trabajo, la mayor parte de las comunicaciones las realizamos por correo electrónico. Para Navidad o cumpleaños, cuantas veces enviamos postales electrónicas. Cuando viajamos, adjuntamos fotografías a los mensajes de correo electrónico. Nos excusamos con el costo y con la velocidad. Pero no nos hagamos trampas, somos el espejo de nuestros jóvenes, aún los que creemos ser más letrados que la mayoría.

La inmediatez y la brevedad en las comunicaciones, han ganado. Si alguna vez nos extendemos en un mensaje de correo electrónico, corremos el riesgo que lo lean por la mitad. Sin ir más lejos, se afirma que los textos en los blogs deben ser de unos pocos párrafos, no más de una carilla, pues los lectores pasan de una página Web a otra rápidamente, sin detenerse más que unos breves minutos. Ni en estos espacios está permitido extenderse. Nada de análisis, de divagues, de filosofías, de tertulias. Para eso, dicen, están los libros. Para eso, dicen, están las charlas de café. Estas afirmaciones no dejan de llamar la atención, y se contradicen con la realidad pues cada vez se leen menos libros, se escribe menos, y los espacios de encuentro son una especie en extinción, al extremo que constituyen una excepción, y suelen ser publicitados en periódicos.

Por eso, encontrar una carta en el buzón que no sea una cuenta para pagar o el estado de dinerillos en el banco, es algo así como un milagro. Mi buzón, no se escapa a la regla. En los veinte años que hace que vivo en esta misma casa, ha sido visitado pocas veces por postales y cartas. Tan pocas que puedo recordarlas una a una. En todas y cada una de ellas, me he emocionado. Algún amigo que habita el norte del mundo, las tarjetas de Navidad de mi hermano y su familia que viven en EUA, las postales que envía mi sobrina Martina de dieciséis años cada vez que viaja, incluso cuando traspasa las fronteras del estado de Mississippi.

Sin embargo, hace una semana, mi hija me alcanzó un sobre que estaba en nuestro buzón. Inmediatamente lo distinguí de los que suelo recibir. Me quedé embelesada frente a las letras escritas por la mano de mi sobrina Maia. Durante un buen rato, permanecí observando el sobre, los sellos, la letra pareja con la que indicó cada uno de los datos que hicieron que la carta llegase a mis manos. Necesitaba extender la emoción, por lo que pospuse la apertura del sobre todo lo que me fue posible, a pesar de mi ansiedad por conocer su contenido. Al final, venció la curiosidad, y devoré todas las palabras. Luego, más calma, saboreé cada frase, disfrutando cada letra, cada coma, cada punto, cada mayúscula. Me sentí inmensamente feliz que una jovencita de trece años hubiese dedicado su tiempo a escribirle a su tía, eligiendo un sobre, anotando todos los datos en él, comprando los sellos, pegándolos, dejando el sobre en el buzón. Me maravilló que esa adolescente, hubiese tenido la gentileza de dirigirme unas líneas, contándome de su vida, de sus actividades, de sus sueños, preguntando por mí, y por el país, este donde nació, y al que vino de paseo en diciembre del año pasado.

Su carta, desencadenó mil sentimientos y pensamientos. Recordé una época, más de veinte años atrás, cuando sus padres estudiaron varios años en EUA, y la única forma que teníamos de comunicarnos era a través de cartas, que iban y venían, de norte a sur, varias veces al mes, en las que ellos y yo nos contábamos esperanzas, realidades, dolores y quimeras. Cada carta demoraba cerca de quince días en llegar al destinatario, sin embargo, estábamos habituados a esos tiempos. Cada carta era una fiesta, y parte de su contenido era compartido con el resto de la familia.

Me pregunté por qué ya no escribo cartas, si disfruto tanto escribiendo, si me alegra tanto recibirlas. La falta de costumbre de escribir a mano, la pereza de ir a la oficina postal y de comprar los sellos, la rapidez de los mensajes de correo electrónico, me respondí. Excusas, solamente excusas, me dije enseguida.

En la tarde, mientras seguía disfrutando la alegría de la carta escrita por Maia, busqué en mis cajones las hojas y los sobres más bonitos que tenía guardados, comprados en mis viajes para escribir cartas que no escribo.

El domingo, tuve una única actividad importante, la más trascendental de todas, la primordial, responder con líneas escritas de mi puño y letra a las que me había enviado mi sobrina de trece años. Por primera vez en años, me tomé todo el tiempo del mundo para esa tarea. Una vez concluida, temí que fuese demasiado extensa, y que mi sobrina se asustase frente a tanta palabra. Sin embargo, así la dejé, corriendo el riesgo, pues volver a escribirla, o recortarla, destruiría una de las características más maravillosas que poseen las cartas, la de la espontaneidad.


Cuando el lunes deposité el sobre en el buzón de la oficina postal, seguía sorprendida por la lección que me había dado mi sobrina, perteneciente también a esa generación que lee poco y escribe menos, que vive en el país que más fama tiene de tecnificado, pero que no dudó en usar un medio tradicional, casi pasado de moda, para comunicarse con una tía de la edad de sus padres.

Las cartas, tienen la magia de contar lo que se siente y se piensa en el momento, con poca posibilidad de corregir lo que se escribe, y la paciencia de esperar en oficinas postales, estaciones de trenes y autobuses, puertos y aeropuertos, viajar en aviones, barcos, buses y trenes. No tienen apuro. Saben aguardar, convencidas que algún día llegarán a las manos a las que fueron dirigidas. Generan siempre alegría, aunque encierren tristezas. Unen por encima de todo, a pesar de la distancia. Conmueven.

Si las escriben jóvenes, dirigiéndose a personas mayores, la gratificación al recibirlas, es infinitamente superior. Y la respuesta no puede ser otra que una nueva carta, que también aguardará en oficinas postales y aeropuertos, y tendrá la paciencia necesaria para volar en avión, y pasar de mano a mano hasta llegar a destino.

La vida, es un aprendizaje tras otro. Cada día, sin previo aviso, nos aguarda una enseñanza que requiere de nuestra permeabilidad para ser descubierta. Las lecciones nos llegan de desconocidos, de adultos, de jóvenes, de niños. Mi sobrina de trece años, me enseñó que hay ritos que nunca mueren, sino que, quizás, apenas se encuentran dormidos, aguardando que alguien los despierte. Maia, detuvo el ritmo en el que suelo vivir, logrando que me cuestionara, de una manera diferente, acerca de mis vínculos, y de la forma en que me relaciono con mis cercanos y con el mundo. Con sus trece años, se convirtió en mi maestra, transformando una carta en la mejor lección recibida en mucho tiempo, reviviendo la alquimia de la comunicación. Tal vez, porque además de ser hija de la generación de las computadoras y los teléfonos celulares, es hermana de Harry Potter, ese otro muchacho que tantos ignoran, capaz de hacer milagros con su varita mágica.