viernes, junio 01, 2007

Sobre adioses y regresos, de Onetti a García Márquez


El diccionario de la Real Academia Española (el nunca bien ponderado DRAE) indica que regresar tiene dos acepciones: 1) Volver al lugar de donde se partió; y 2) Devolver o restituir algo a su dueño. También, una de las definiciones de volver es regresar al punto de partida.

Esta mañana desayuné con dos noticias encabezadas por títulos que comentaban dos sucesos culturales latinoamericanos de trascendencia mundial debido a la magnitud de los escritores involucrados. Ambos artículos, estaban encabezados por enormes titulares en los que se destacaban los verbos regresar y volver.

Una de las noticias era esperada desde hace varios días pues se habían adelantado algunos detalles, aunque no con la trascendencia que el asunto merece. El otro, al menos para mí, fue una verdadera sorpresa.

Me refiero, en primer lugar, a la donación que en el día de ayer realizó Dolly Muhr, viuda del escritor Juan Carlos Onetti, a la Biblioteca Nacional de Montevideo. Simbólicamente entregó dos cajas conteniendo los originales de las obras del Premio Cervantes, nacido en el Barrio Sur de Montevideo en 1909, y fallecido en Madrid en 1994, al día siguiente de finalizar en la capital uruguaya las Primeras Jornadas Rioplatenses de Literatura que lo homenajeaban.

En segundo término, al regreso de Gabriel García Márquez, tras veinticinco años de ausencia, a Aracataca, su ciudad natal, en el tren amarillo que tan bien describió en sus obras, el que recorría la zona bananera del norte de Colombia ocho décadas atrás. Este hecho fue uno más de la celebración de los cuarenta años de Cien años de soledad, la novela que hizo famoso al escritor colombiano, y cuyos originales fueron enviados a Buenos Aires porque Gabo no tenía dinero ni para papel carbónico ni para más hojas.

El acto en el que fue entregado el archivo de Onetti se celebró pasado el mediodía en el Paraninfo de la Universidad de la República, separado unos diez metros de la Biblioteca Nacional. Desde hace un par de semanas, en la fachada del edificio central de la Universidad de la República, estaba desplegado un enorme afiche que decía Bienvenido Juan. Esto, sin duda, llamaba la atención de los transeúntes de la Avenida 18 de Julio, principal arteria de la capital. Era necesario leer muy atentamente las palabras para entender de qué diablos se trataba el asunto. De todas formas, estoy convencida que la mayoría sigue sin saber quién es ese señor que regresaba. Es que aquí, como en todo el mundo, la literatura no es un asunto popular. Y acá, igual que en tantos otros sitios, nadie es profeta en su tierra.

Las notas de prensa cuentan que García Márquez llegó emocionado la ciudad donde nació, y que no lo había hecho en este cuarto siglo pues siempre temía que fuese la última vez. Este comentario suyo no deja de ser significativo si se recuerda que el novelista ya ha vivido ocho décadas. Lo recibieron las autoridades, pero sobre todo el pueblo. Es decir, la gente sencilla del lugar que vive una vida común y sin duda llena de apremios, pero que con el paso de las décadas se ha ido sintiendo cada vez más orgullosa de uno de sus hijos.

En el caso de Onetti, por el contrario, el acto se realizó entre las solemnes paredes de la mayor casa de estudios de Uruguay, aislado de la gente corriente que caminaba por 18 de Julio desconociendo lo que sucedía en la magna sala con butacas tapizadas en terciopelo color borra de vino.

Dos escritores homenajeados ayer, uno en el norte de América del Sur, cerca del Mar Caribe; el otro en la costa sureste del mismo continente, a orillas del Río de la Plata. Escritores con semejanzas y diferencias. Ambos latinoamericanos. Ambos geniales. A ninguno le interesó estudiar; el uruguayo abandonó su educación formal en tercero de secundaria, y el colombiano nunca se graduó como abogado. Uno fallecido a los setenta y cinco años, otro vivito y coleando con ocho décadas de memorias. A pesar de ser los dos creadores de un universo imaginario que sigue deslumbrando a lectores y críticos, el colombiano narra la realidad desgarradora de una manera mágica, mientras que el uruguayo escribe la crueldad y el dolor sin escatimarle un solo adjetivo. Por eso, en primera instancia, es más fácil leer a García Márquez que a Onetti, aunque más de uno necesite lápiz y papel para armar la genealogía de los Buendía, o se quede en el intento. Sin embargo, la obra de Onetti es compleja desde el vamos. No solamente por su estilo, sino también porque el mundo de Onetti es, sencillamente, deprimente. Casi se puede afirmar que no deja espacio para la esperanza. Por el contrario, la lectura de García Márquez es más fluida, y su estilo engaña, caracterizándose por el don de camuflar el desconsuelo con la belleza de su narrativa. Es por eso que, a pesar de las apariencias o de la mayor cantidad de adeptos que tiene el colombiano, ambos universos son desesperanzadores.

La raíz de esa trampa puede encontrarse, tal vez, en la cultura o idiosincrasia de ambos escritores. Uno caribeño, colorido, danzante, emocional, ofreciendo ron a sus vecinos, luciendo frescas y claras guayaberas. El otro, rioplatense, gris, introvertido, acodado en el mostrador de un lúgubre boliche refunfuñando sobre una copa de caña, tan triste como el tango, escondido debajo de discretas y serias prendas. Sin embargo, detrás de las formas, y a pesar de ellas, Latinoamérica tiene un estigma, y ambos escritores, cada uno con su estilo, la lloran.

La raíz puede también hallarse en que la obra de Onetti fue muy influenciada por la de Faulkner, creador de Yoknapatawpha Country a partir de su novela Sartoris publicada en 1929. La escritura del Premio Nóbel nacido en Oxford, Mississippi, es, sin duda alguna, compleja in extremis al darse el lujo de inventar palabras, alargar frases hasta límites insospechados y burlándose de las comas, en fin, volviendo locos a desprevenidos lectores (ni qué decir de quiénes leen sus obras traducidas). Además, presenta un mundo repleto de pesimismo en el que los personajes reflejan lo peor de la naturaleza humana: sus miserias.

Fue Onetti, por cierto, el primer escritor latinoamericano en crear un lugar tan imaginario como el Yoknapatawpha de Faulkner, al que dio el nombre de Santa María. La saga de Santa María nace en La casa de la arena publicada en el diario La Nación de Buenos Aires en 1949, aunque la mítica ciudad se delimitará en La Vida breve, publicada el año siguiente. Por su parte, Macondo nació en 1955, con La Hojarasca, y es bien sabido que Cien años de Soledad fue publicada en 1967. Más allá de quién debutó en Latinoamérica, la obra de Faulkner incidió fuertemente en toda esa generación de escritores latinoamericanos.

Tres mundos imaginarios, desesperanzados y religiosos. La religión, así como el racismo, se evidencian sin camuflajes en Yoknapatawpha, el mismo el norte del estado de Mississippi que aún se horroriza con películas como el Código Da Vinci. En Macondo, conviven tanto la superstición como del catolicismo, prácticas frecuentes en los países de toda América que recibieron gran cantidad de esclavos africanos. Pero también en la rioplatense Santa María, a pesar de la laicidad del Estado uruguayo desde principios del siglo XX. No es casualidad que fuese otro uruguayo, el crítico Ruben Cotelo, quién primero viese la religiosidad sacrílega de Onetti, al advertir “cuanto de maldito catolicismo había en una ciudad que por algo se llamaba Santa María y en un autor que padecía el mito de la virginidad”. Ese descubrimiento del mundo onettiano cambió para siempre la manera de leer sus obras. Menos casualidad aún que ese crítico eligiese para vivir el barrio montevideano Villa Colón, el mismo donde, a los 19 años, Onetti junto a dos amigos, fundó la revista "La tijera", y en donde dio a conocer algunas de sus primeras narraciones.

La prensa de hoy señala, en grandes titulares, que regresan dos grandes de la literatura latinoamericana. Gabriel García Márquez a su Macondo, Onetti a su Santa María. Uno en cuerpo y alma después de cuarto siglo; el otro a través de los manuscritos de sus obras, transcurridos trece años de su muerte acaecida en Madrid. Uno, temiendo que el acontecimiento se convierta en un mal agüero; el otro, por decisión de su viuda.

El diccionario de la Real Academia Española indica que regresar tiene dos acepciones: volver al lugar de donde se partió; y devolver o restituir algo a su dueño.

Al caer esta tarde, la última de mayo, no puedo hacer otra cosa que regresar (yo también) al primer sentimiento que me invadió cuando un par de semanas atrás vi colgado en la fachada del edificio principal de la Universidad de la República el cartel que decía Bienvenido Juan, el mismo sentimiento que me asaltó esta mañana al leer la prensa con los grandes titulares e imágenes de García Márquez volviendo a Macondo y de la viuda de Onetti entregando los manuscritos del difunto.

Siento y pienso en el significado de regresar, recordando los largos, melancólicos y nostálgicos años que Onetti vivió en Buenos Aires. Siento y pienso en el significado de regresar, sin poder olvidar el exilio de Onetti en España a partir del año 1974, poco después del inicio de la última dictadura uruguaya del siglo.

"Yo viví en Buenos Aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera. Pero mucho más que Buenos Aires está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué Santa María, fruto de la nostalgia de mi ciudad", dijo Onetti en un reportaje, mucho antes de saber cuánto más extrañaría su Montevideo natal.

Siento y pienso que Onetti no quiso nunca regresar una vez que se reestableció la democracia en 1985. Siento y pienso en su última voluntad, que sus restos fuesen incinerados y que sus cenizas no se trasladasen a Uruguay. Siento y pienso en el derecho (¿qué derecho?) de los deudos a decidir sobre sus pertenencias cuando no existe testamento o voluntad expresa acerca de su destino, o, más aún, si el difunto expresó claramente su deseo que sus cenizas no fuesen repatriadas. No me refiero a lo legal, que aquí y en el resto del mundo es similar.

Siento y pienso en si los herederos pueden atribuirse la potestad de elegir. La viuda dijo a El País de Montevideo "Siempre pensaba que este material tenía que donarlo. Pensaba en dejarlo en España, o mandarlo a Norteamérica, pero a Juan no le hubieran gustado ninguna de esas opciones. Lo que él hubiera querido era traerlo acá”. Es decir, Dolly expresó que Onetti “hubiera querido”, pero ¿lo quiso realmente? ¿No es la decisión de la viuda contradictoria a la voluntad del escritor que sus cenizas quedasen en Madrid?

Siento y pienso que no debe ser fácil ni cómodo andar por el mundo con semejante carga física y cultural de vaya uno a saber cuántas cajas de cuadernos, libretas, notas y agendas. Siento y pienso que para el país y para la Biblioteca Nacional debe ser un orgullo recibir los manuscritos de Onetti, justamente de un escritor que casi toda su obra la escribió de “puño y letra”, inmortalizado en imágenes acostado en su cama, deslizando el lápiz sobre blancas páginas. Siento y pienso ¿a nadie le pesa lo que realmente deseó el escritor que jamás quiso regresar a su país natal? Al peso moral, me refiero.

Siento, pienso y me pregunto, ¿de quién es el legado de un escritor? ¿de su familia? ¿de sus herederos? ¿del país en el que ni siquiera se encuentran sus cenizas porque esa fue su voluntad?

Imposible, en este sentir y pensar, olvidar que hace dos semanas el actual director de la Biblioteca Nacional, el escritor Tomás de Mattos, desconsolado frente a la inundación de varias salas de la biblioteca por nada menos que aguas servidas, declaró a la prensa oral, escrita y televisada, ¿Qué hice yo para merecer esto? Siento y pienso, entonces ¿Tiene nuestra Biblioteca Nacional las condiciones para albergar semejante tesoro cuando se desborda la cámara séptica? ¿Merece un país ese invaluable legado si no puede siquiera ofrecer un sitio seguro, preservado de materias fecales? ¿Es aquí donde deben quedar los manuscritos de este escritor galardonado con el Premio Cervantes si sus obras ni siquiera se estudian en enseñanza secundaria ni en el bachillerato? ¿Es en la Universidad de la República, a espaldas de la gente, donde debe celebrarse el homenaje a este escritor cuyos manuscritos pertenecen ahora al país, es decir, al pueblo que paga sus impuestos?

La tarde montevideana agoniza, y los manuscritos, mal que me pese, ya pertenecen al patrimonio de este país. Aunque la gente no sepa a qué se refería el cartel Bienvenido Juan, aunque los jóvenes no conozcan su obra al cursar enseñanza secundaria, aunque Onetti haya decidido que ni sus cenizas regresaran a Uruguay.

Los cuentos de hadas, García Márquez, Faulkner, Onetti y tantos otros creadores de mundos míticos nos enseñan que todos los universos, aún los más mágicos, son tan auténticos como el cotidiano. En el que yo me invento este último día de mayo, García Márquez llega a Macondo, descendiendo de un tren amarillo, vestido íntegramente de blanco, luciendo su mejor sonrisa para borrar todo rastro de malos agüeros. Mientras Onetti, recostado en su cama en Madrid, con la misma lumbre que enciende su enésimo cigarrillo, convierte en cenizas su última página, que un viento cálido deposita en el banco de una plaza española en la que otro uruguayo sueña con el Río de la Plata, tarareando un tango de Gardel.