martes, abril 15, 2008

La despedida



El eco de mis pasos retumba en las habitaciones mientras las recorro, una a una. Espantando fantasmas, enciendo las luces intentanto distinguir los pocos objetos que han quedado desparramados aquí y allá, en las sombras proyectadas por el brillo de la luna en cuarto creciente que penetra a través de las celosías. La madera de la escalera cruje a medida que mis pies, primero uno, luego el otro, se afirman en los escalones. Intento apoyarlos en un punto en el que no se produzca sonido alguno, pero no tengo éxito. Me parece escuchar una melodía de Chopin y una voz conocida y querida invitándome a pasar al estudio. Me equivoco. Quedo detenida debajo del marco de la puerta, enfrentándome a la soledad de la habitación que un día estuvo repleta de vida, con paredes tapizadas de arriba a abajo y de un lado al otro, de libros y discos, con sillones salpicados de almohadones de diseños multicolores provenientes de América Latina toda, y una mesa de trabajo sobre la que se apilaban papeles, libros, revistas y semanarios. A la derecha siempre un mate y un termo, un cenicero con un cigarrillo armado con hojillas y tabaco conservado húmedo por pétalos de rosas rojas en una lata, y, a veces, una taza de café humeante. Cierro los ojos en un desesperado esfuerzo por retener en mi memoria lo que un día fue, lo que ya no será, lo que pretendo no desaparezca jamás. Al abrirlos, el azul del cielo penetra, rabioso, por la amplia ventana con balcón. Me acerco a la mesa de trabajo, saludo al hombre con un beso, como cada vez, mientras me sonríe, observándome con sus ojos miel, pequeños, miopes, detrás de los gruesos vidrios de sus gafas. Busco la taza de café. Apenas permanece en el fondo, un resto mezclado con el azúcar que no llegó a disolverse. Llegué justo a tiempo. Con la cuchara llevo a mis labios el oscuro líquido demasiado dulce. Lo saboreo. Repito el rito varias veces hasta que el fondo de la taza aparece blanco, sin rastro alguno del contenido que supo tener. Dejo mi bolso en el sofá, me siento acomodando mi cuerpo entre almohadones. La charla fluye suave y fácil. Hablamos de la vida, de actualidad, de hijos, nietos, de libros, mientras intercala, cada tanto, ¿Cómo está m´hijita?


El soplido del viento en el hueco de la escalera me regresa a la realidad.


Entro en el dormitorio. El grabado con Mozart sentado al piano, perdido en la pared, es la única prueba que allí, hasta hace un año y medio atrás, un hombre durmió, amó, se desveló, sufrío, gimió de placer, hizo feliz a una mujer. El teléfono, apoyado en el suelo, se convierte en una imagen demasiado desasoladora como para quedarme más tiempo en la habitación. Apago la luz y comienzo el descenso hacia la planta baja.


No queda ni uno de los más de diez mil libros, ni rastro de los semanarios y revistas que en total llenaron sesenta y cuatro cajas, ni un solo disco que completaron cuarenta y una cajas, ni los dos muebles archivadores, ni los escritos y apuntes que necesitaron treinta y seis cajas para ser empacados.


Me siento en el piso. Observo cinco cajas apiladas contra la pared del comedor. Las últimas. Dos contienen revistas de cine y dos recortes de diarios. La otra, una acuarela de la casa en la que viví apenas unos meses, una bolsa con varios mates, un termo y dos portátiles. No quiero llevármelas. Temo borrar, definitivamente, los rastros de vida en esa casa.

Debería quedarme allí, atrincherada detrás de sus paredes, resistiendo la entrega de la casa a su nuevo dueño, gritar No pasarán. Sin embargo, me digo Es tarde, única excusa que me invento para detener las lágrimas que me trago, las que creí haber agotado a lo largo de la semana pasada.


Cargo las cajas en el coche y regreso a cerrar la puerta de la casa siendo plenamente consciente de lo que significa, esta vez, dar vuelta una llave. La última vez.


La noche, helada y estrellada me acompaña hasta mi casa. Me aguarda una noche de llanto desconsolado. Me esperan treinta y seis cajas de notas, cartas, escritos y fotografías por clasificar. Huellas que el hombre fue dejando en los casi setenta y seis años de su paso por este mundo. Hombre con el que coincidí, discrepé, conversé, discutí, acordé, reí, lloré, callé. Hombre que acompañó los pasos de mi infancia entre cuentos de hadas e historias de hermosas princesas rescatadas por amorosos príncipes, vísperas de día de Reyes juntando pasto y colocando agua en recipientes para los camellos, búsquedas de huevos de Pascua escondidos en el jardín, caminatas por el campo y la orilla del mar, yo siempre atrás hasta ganarme el apodo de Pulgarcita. Hombre con el que reivindiqué el derecho a mi independencia adolescente en batallas dialécticas interminables. Hombre con el que me reconcilié hace dos décadas, en la misma mitad de los años que hoy tengo, aceptándolo como ser humano, tan mortal como yo, valorando lo bueno que me dio, orgullosa de la rica herencia que en vida recibí, admirándolo en el brillante ejercicio de su profesión. La historia que juntos escribimos con muchísimas faltas de ortografía está repleta de luces y sombras, millones de colores la conforman, cual caleidoscopio. Ambos lo sabemos. Quizás por eso nuestro vínculo maduró en una relación adulta, franca y honesta, en la que todas las deudas fueron saldadas, mano a mano, develando cada uno de los misterios y secretos guardados bajo siete llaves en una familia en la que hablar llegó a ser un pecado a pesar que la palabra es un don y un oficio. Quién durante la adolescencia fue la oveja negra de la familia, se convirtió en los oídos de un hombre mayor que necesitaba decir lo que siempre había callado. Nada quedó por blanquear, ni una culpa, ni en encono, ni una pena.


Dicen que a las mujeres nos corresponde celebrar la ceremonia de la vida, trayendo niños al mundo y cerrando los ojos de los muertos. Recorrer la vida de ese hombre en cada papel y fotografía, cientos, miles, contenidos en treinta y seis cajas, ordenándolos y clasificándolos, simbolizará cumplir con mi destino de mujer de la familia, tarea que emprenderé con amor y responsabilidad. Dicen, también, que quién vivió una infancia feliz, tuvo un buen padre. Y la mía fue maravillosa.