martes, enero 15, 2008

Cabo Polonio, estrellas en el pelo

Desde el peñón. El resto de las fotografías aquí.


Durante el día, agua transparente, fría, salada. A veces azul, otras verde, dependiendo de las corrientes marinas, el reflejo del sol, y la temperatura y profundidad del océano. Y arenas. Blancas,finas, suaves, secas. Besadas por el mar o integrando vírgenes y desiertas dunas de extensión cercana al infinita, y altura que alcanza los treinta metros.



De noche, poco después que el sol rendondo explota en mil tonos anaranjados sobre la imaginaria línea del horizonte, el firmamento entero del hermisferio sur, cae sobre el mar y la arena. Parece estar tan cerca de la tierra que es posible sentir el cielo sobre la cabeza. Desde la estrella más cercana hasta la más alejada a la tierra, pintan, salpicando, la intensa oscuridad del cielo, en la que se destaca, cual camino espiralado, blanco y traslúcido, la vía láctea, denominación que por fin se entiende, mejor que en la más espectacular clase de astronomía. La luna, es valor agregado a un cielo ya incomparable. En noches despejadas o apenas teñidas de nubes, su brillo, forma y tamaño, pueden apreciarse de manera única.



Poco antes del amanecer, los gallos comienzan a cantar, atenuándose su anuncio de la llegada de la mañana con el murmullo del mar al golpear la orilla, tanto en las rocas como en la arena. Ningún otro sonido interrumpe la salida del sol, excepto, en época de nacimientos, y siempre que la dirección del viento lo permita, el de la comunicación entre los lobos marinos.



A lo largo del día, las voces humanas, en armonía con el lugar, jamás se elevan sobre deciveles que puedan molestar. Apenas resaltan las risas frescas de los niños, pero nunca perturban la calma del lugar. La vida transcurre en cámara lenta, pudiendo buscarse la causa en el efecto del bravo viento durante el invierno, y en el calor intenso de los mediodía y tardes en el verano. Sin embargo, la razón se encuentra en la dimensión que allí se habita, y que cual trampa envuelve a quién allí penetre. Coordenadas témporo espaciales camufladas en engañosos mapas, imposibles de ser descritas a través de la palabra, secreto guardado con celo por los que tienen el privilegio de sentirlo, no sea cosa que se filtren, por arte de magia negra, malechores invasores que quiebren el encanto de una armonía sin igual.



La oscuridad que envuelve el lugar en la noche, se matiza, a nivel del suelo, aquí y allá, por el tenue y amarillo reflejo de las llamas de velas transportadas en recipientes plásticos, que dibujan, cual salidos de cuentos de hadas, senderos trazados por duendes. Cada doce segundos, un destello blanco cruza el cielo, en giro de 360 grados. No enceguece ni molesta. Apenas sorprende a quienes pasan allí su primera noche y sólo durante un breve instante. Casi enseguida se acostumbran. Es que la luz del faro, guía de navegantes, es inherente al lugar, forma parte de su paisaje, de su ambiente, de su habitat.



A nadie le cuesta caminar en la oscuridad. Algunos necesitan los faroles de duendes o linternas alimentadas por baterías, pero la mayoría se maneja casi a ciegas por las sendas que han ido creando los recorridos humanos a lo largo de las décadas, sobre la arena o las rocas, entre casas sencillas a las que se suele nombrar como ranchos, que no tienen energía eléctrica, excepto alguna que otra que, en los últimos años, incorporó un generador, los más recientes de energía solar o eólica. Sólo el faro cuenta con electricidad. Ni las posadas (ninguna adquiere la calificación de hotel). Ni los restaurantes, donde se disfrutan bajo un manto de estrellas y a la luz de la luna y las velas, desde platos rápidos hasta sofisticadas recetas preparadas por chefs.



La naturaleza es la clave del encanto del lugar, sin comparación con ningún otro en el planeta. La ausencia de luz eléctrica, la clave de la calma y sencillez con la que allí transcurren, suaves y calmos, los días y las noches. La magia que contagia a los que se acercan, llave indiscutible de la paz y el silencio que se sienten desde que se pone un pie en su suelo. Los siete kilómetros entre dunas que se deben transitar caminando o en vehículos autorizados 4 x 4 que solamente pueden contratarse en la ruta 10, a la altura del kilómetro 264.5 al este de la capital del país, lo aislan del resto de los banearios y playas mundanas y consumistas, convirtiéndolo en un paraíso terrenal, casi imposible de imaginar para quiénes no han tenido la dicha de conocerlo.



Su orígen es un peñón rocoso elevado unos quince metros sobre el Atlántico, aunque el territorio está constituído por la friolera de seis mil hectáreas. Frente al peñón, se encuentran las islas de Torres, una de las mayores reservas en el mundo de lobos marinos. Su faro, monumento nacional, se construyó el 4 de mayo de 1881, por lo que lleva casi 127 años iluminando con un alcance de veinte millas, desde veinteseís metros de altura sobre los quince metros del rocoso peñón. En 1914, el gobierno instaló una planta de explotación lobera, formándose poco después un pueblo de pescadores. Debieron transcurrir varias décadas hasta que otros humanos llegaran al lugar. Dicen que fueron hippies, que hacían el amor y no la guerra, los primeros visitantes. Cuentan que después les tocó el turno a los snobs, que, mochila al hombro, se acercaban desde Valizas (pueblo más cercano), atravesando las dunas en jeeps o a caballo, a hacer allí lo que jamás en la capital, desde vivir sin agua corriente ni luz eléctrica, en casuchas sencillas y casi austeras, hasta comer únicamente los frutos del mar, lo que pudieran transportar en un mínimo bolso de mano o comprar a alguno de los almaceneros que debieron salir con urgencia a abastecerse para satisfecer las necesidades básicas de esos seres tan extraños que empezaron a invadir el pueblito de pesacadores en el que aún hoy, viven durante todo el año no más de setenta personas. Los ochenta y principios de los noventa, fueron la época del estallido. Diciembre los veía llegar, muchos de ellos yuppies, dejando sus cero kilómetro en la ruta, sus profesiones, empresas y computadoras en la ciudad, dispuestos a mirar el cielo durante la noche, y la arena en el día. Y nada más. Sin teléfono, sin correo, sin radio ni televisión. La leyenda cuenta que al caer el sol, el alchool, el sexo y la marihuana inundaban las playas y el aire fresco que nunca perdió su perfume a sal. Pero la verdad sólo la conocen ellos, los pioneros, porque los transmisores de la leyenda urbana nunca fueron testigos, ya que se acercaban desde Valizas, pasaban el día, y se iban antes que cayera la noche. Regresaban a la civilización diciendo El pueblo es precioso, las dunas sin igual, el agua como ninguna, la paz sin comparación, pero esos tipos estan locos: viven en ranchos sin luz ni agua, andan de malla de baño y descalsos día y noche....y claro, las historias que contaban pero que nunca presenciaron, razón por la cual adquirieron la calificación de leyendas.



Actualmente, se escucha hablar en varios idiomas, tanto en invierno como en verano, porque llegan de lejos a comprobar con sus propios sentidos si es cieto lo que se cuenta del lugar. Cada vez son más los que lo eligen para sus vacaciones, veraniegas e invernales, aunque el límite está en las no más de trescientas casas y ranchos salpicados en las arenas de las playas y las rocas del peñón. Desde hace más de un año no se puede construir nada, y menos aún instalar una carpa, porque el Ministerio de Vivienda y Medio Ambiente vigila, celoso, con lupa, la reserva natural que cuida como el mayor tesoro del universo.



El Cabo Polonio, o El Polonio como le dicen sus amantes, debe su nombre a un galeón español proveniente de Cádiz que encalló en un banco de piedras conocido como Ensenada del Polonio, el 31 por enero de 1735. Para otros, es atribuído al viaje de Juan Díaz de Solís en 1516, que bautizó a la punta rocosa como Cabo Apolonio, dando una prueba que los conquistadores no eran tan poco ilustrados como suele decirse. Los escritos y relatos sobre el lugar, desde siempre se refieren a aguas de calma aparente...porque, en realidad, eran traicioneras debido a los vientos y densas nieblas, por lo que el naufragio era inevitable. Aún en la década del setenta del siglo recién pasado, y conste que ya existía el faro desde finales del siglo XIX, se siguieron produciendo. Para los navegantes de siglos pasados, el paraje era considerado un lugar maldito porque los naufragios se repetían y en sus playas brillaban, por las noches, luces inexplicables, malas. Hoy se sabe que esos destellos no son otra cosa que la fosforescencia nocturna generada por los restos óseos de las faenas de ganado. Lo interesante es que esta otra leyenda dio nombre a una de sus playas, la norte, que lleva hacia Valizas, denominada hasta hoy como La Calavera (que corresponde a la Ensenada).



Al Polonio, se lo quiere o no se le quiere, no existiendo, en este caso, sentimientos intermedios entre el amor y la indiferencia extrema. Quien no, cada vez que la prensa informa acerca de los litigios entre los que construyeron casas ilegalmente y los sucesores de señores que nadie conoce, dice Ufa, otra vez con el Polonio. Quién sí, preocupados por el presente y el futuro de esa naturaleza que poco ha cambiado con el transcurrir de los siglos (la mano negra del hombre forestó una décadas atrás, perturbando el movimiento propio de las dunas) siguen atentos las noticias, como si se tratase de un amigo, convencidos que nadie cuidará mejor ese rincón del planeta que sus habitantes, aunque no se hayan instalado allí legalmente. Saben que se necesita que el gobierno cumpla su función, brindando normas para la construcción de viviendas, controlando la forestación, impidiendo el acceso de vehículos de particulares, supervisando la ubicación y características de pozos negros, sacando la basura del lugar, cuidando la salud de las personas en lo referente al agua potable que llega, como en la época colonial gracias a los aguateros. Pero el gobierno debe oír lo que la gente del lugar dice. Por unanimidad nadie desea que lleguen inversores extranjeros a instalar hoteles veinticinco estrellas. Para eso está Punta del Este, con sus brillos, glamour, visitantes VIP y lentejuelas, y los demás balnearios de la costa atlántica de Rocha repletos de hoteles de lujo, SPA y cielos oscurecidos por luces infernales diseminadas como la más devastadora epidemia. Ahora, luego que permitieron que se contaminara de luces y sonidos el resto de la costa, se acuerdan que existe el casi virgen Polonio, invaluable producto para vender a turistas sedientos de excentricidades, con billeteras desbordantes de dólares y euros. Ahora más que nunca, hay que decirles No pasarán.



Los de aquí y los de allá que aman al Polonio, lo quieren así, tal cual es. Sin luz eléctrica, sin agua corriente y sin necesitar lujos consumistas para seguir queriéndolo. Su encanto está en la naturaleza, y no hay nada que se le pueda agregar de la civilización que lo embellezca más, sino, más bien, todo lo contrario. El destello del faro tras doce segundos de oscuridad, tal como lo canta el cantautor uruguayo Jorge Drexler, es el principio y final de la magia del Polonio, la única capaz de permitir descubrir, como tú la otra noche, que en mi cabello pueden llegar a brillar todas las estrellas del cielo del sur.