viernes, noviembre 30, 2007

Claros y oscuros. Un mes en la vida de Laura Díaz

Eligiendo artesanías (Roxi de pie, Ileana de cuclillas). Antigua, Guatemala

Imponente y vigilante, desde el Parque Central, Antigua, Guatemala

La historia del sufrimiento de un pueblo. Tumba de Monseñor Romero, San Salvador, El Salvador


Eligiendo piñatas en el centro histórico de San Salvador. Elizabeth y María: celebración de la esperanza


Coatepec (o el perfume del café), Veracruz, México

Bethania y Frida. ¡ Viva México!

Celebración de los muertos. Casa Azul de Frida, Coyoacán, Ciudad de México

Jardines del Templo de San Jacinto al atardecer. San Ángel, Ciudad de México



Las épocas difíciles en cualquier ámbito de la vida lo sacuden todo, no dejando intacto un mísero espacio de nuestro universo.

Las épocas difíciles pasan por diferentes etapas en las que la intensidad de la desestabilización varía, llegando incluso a existir períodos casi tranquilos. Pero, al final, siempre se produce el desenlace. A veces esperado, a veces sorprendente.

Las épocas difíciles, en general, tienen un lado malo (o espantoso) y también el positivo, aunque este último a veces está encubierto, o se esconde detrás de lo negativo, según su gravedad.

Lo que se había anunciado, sucedió. El final llegó en su máxima expresión, dejando al descubierto lo sabido: que muchas personas, para desgracia de la humanidad, necesitan recurrir a la violación de Derechos Fundamentales de los individuos para lograrlo, amparados en el poder del que abusan, convencidos que la impunidad estará siempre de su lado, no temiendo a su conciencia ni al juicio de la historia.

Los cuatro años que vengo de vivir no tienen vuelta atrás. El daño no tiene calificación ni hay nada capaz de repararlo, aunque esté perfectamente tipificado en el Derecho que rige la convivencia ciudadana. Sólo yo, y quién ha sufrido algo parecido, sabe a lo que me refiero. Mal de muchos no es consuelo, mi dolor es propio y único, lo reivindico como tal y de alguna manera exijo solidaridad y respecto por quienes dicen bien quererme, apreciarme o valorarme.

Sin embargo, esta mala era ha tenido regalos fantásticos. Bendiciones al decir de la escritora mexicana Ángeles Mastreta.

Pocos días de sufrir el último golpe, debí viajar a Guatemala, El Salvador y México a dictar varios cursos. Salir de este país justo en ese momento me permitió tomar distancia con el problema y dimensionarlo en su justa medida. Podrán los inmorales quitarme parte de mis actividades, las que he realizado con profesionalismo y pasión, pero jamás conseguirán borrar lo que construí ni mi trayectoria, algo que a los indecentes debe pesar demasiado, porque esta gente intenta la aniquilación total de las personas que acosan (y tantas veces, lamentablemente, lo consiguen).

En orden cronológico, el encuentro con colegas maravillosas con las que siempre es un placer trabajar, fue la primera bendición (Gracias Roxi e Ileana). El reconocimiento profesional recibido durante mi viaje fue la segunda (nadie es profeta en su tierra, conclusión más vieja que el diablo), menos en un país como este en el que el subdesarrollo se ubica en la cabeza de sus políticos y dirigentes, condenándonos al subdesarrollo económico. Conocer a la maravillosa Graciela Barrera y a su hija Bethania mientras recorríamos Coatepec, Xico y Jalapa (tierra de Laura Díaz), estado de Veracruz del imponente México, un obsequio invaluable. Reencontrarme con Liliana en la Ciudad de México, caminar juntas por San Ángel al atardecer, sentir que veinte años no es nada, y que el sentimiento sea recíproco, no tiene calificativo.

De regreso a estas tierras, la incondicionalidad de mi colega y amigo Miguel, fue la confirmación de una amistad sólida, bien nacida hace más de veinte años. El apoyo de mis estudiantes, de varios colegas (los de siempre, pero sobre todo los que jamás pensé me entregarían su solidaridad) y de otros desconocidos que por las vueltas legales que debo dar, me entregaron su lado humano más que sus armas legales con las que me ayudan a defenderme. Por último, y no por ser menos importa, la presencia de Adriana, tan o más indignada que yo, siempre leal, a veces en silencio a mi lado, otras diciendo en voz alta lo que yo ya estoy agotada de pronunciar con la palabra hablada.

Estas líneas escritas a las apuradas no tienen otro fin que reconocer a todas las personas que me están ayudando a transitar esta dura etapa. La que me tiene alejada de este espacio, espacio al que me siento obligada a regresar para agradecer públicamente a estos seres humanos maravillosos, lo mejor de cada una de estas veinticuatro horas oscuras. Ellos son el sol. Ellos son las estrellas.