viernes, diciembre 29, 2006

La diáspora uruguaya, ese abrazo partido


Martina, Maia y Amy (nacida en EUA). Santiago Vázquez, Montevideo


En esta época del año, la mayoría de los aeropuertos del mundo se convierten en una fiesta para fotógrafos y escritores. Cada viajero es un cuadro de una película y una historia. Fotógrafos y escritores podrían hacerse un festín registrando, en una imagen o en un texto, gestos, abrazos, sonrisas o lágrimas, que encierran millones de historias. Historias personales y familiares, e historias económicas, sociales y políticas.

El 23 de diciembre, el aeropuerto internacional de Carrasco, a pocos kilómetros de Montevideo, la capital de Uruguay, era, sin duda, el lugar donde cualquier artista hubiese encontrado inspiración sin esfuerzo alguno.

Mientras esperaba la llegada de mi buena amiga Jacky (nacida en Zambia, que vive en Viena desde hace seis años) no me alcanzaban mis cinco sentidos para disfrutar las sonrisas y la ansiedad de los que aguardaban, y los ojos inundados de emoción y felicidad de los que arribaban. Madres, padres, hijos, hermanos, novias, novios, esposos, amigos, mirando al mismo tiempo las pantallas de las computadoras que avisaban el estado de los vuelos, sus relojes, y la puerta por donde se acercaban los pasajeros. Pasajeros que, haciendo un esfuerzo por no descuidar los carritos en los que cargaban sus maletas, parecían no alcanzarles los ojos para buscar entre cientos, los rostros queridos.

Gentes de todas las edades, esperaban. Gente de todo el mundo, regresaban al paisito. Venían de Chicago, Miami, Minnesota, San Francisco y Nueva York. Venían de Barcelona, Madrid, Oviedo y Santiago de Compostela. Pero también de Sydney, de Bogotá, Ciudad de México, Zurich, París y Frankfurt. Vestían a la moda, algunos ropa de verano, otros cargando gruesos abrigos en los sus brazos. Las maletas estaban etiquetadas en Vigo, Santiago de Chile, Estocolmo, Ámsterdam, Guadalajara y Phoenix. Las abuelas se deshacían en llanto al ver por vez primera, a nietos nacidos en España, Suecia, Alemania, Estados Unidos de América, Italia o Canadá. Los nietos, sin entender la emoción de los abuelos, se entregaban a besos y más besos, cansados de tantas horas de vuelo y de escalas, sin entender, muchas veces, las palabras pronunciadas por los mayores. Otros nietos, regresaban por primera vez al sitio que los vio nacer, después de cinco o siete años, luciendo prendas, y cortes de cabello que aquí solamente se ven en revistas y películas. A los jóvenes también los esperaban amigos o compañeros de estudio que dejaron de ver cuando aún asistían a la escuela primaria. Los adultos, repletos de bolsas del Corte Inglés o de los free shops, se fundían en abrazos con padres cada vez más viejos, cada vez más solos, cada vez más resignados a la distancia.

Apenas tres semanas atrás, en ese mismo aeropuerto, recibí a mi hermano y a su familia, provenientes de la tierra de Faulkner, Grisham y Morgan Freeman. Ell 23, el turno era para Jacky, que pasará dos semanas en Uruguay, escapando del frío de Europa.

Mañana, realizaré nuevamente el recorrido hacia el aeropuerto, pero esa vez para despedir pedazos de mi corazón. Mi hermano, mi cuñada y mis sobrinas. Las salas de espera cambiarán su rostro, las lágrimas serán de tristeza, y las gargantas se convertirán en nudos. Los que nos quedaremos, y los que se alejarán, todos, nos preguntaremos cuándo será el próximo reencuentro.

Cada quién retomará su vida. Ellos, a hablar otros idiomas y vivir sus nuevas culturas. Nosotros, seguiremos aquí, sintiendo un hueco en nuestras casas que nadie nunca podrá llenar. Un cepillo de dientes olvidado en el baño será la prueba que, realmente, nos visitaron, que no fue un sueño el reencuentro. El paso de los días nos recordará la distancia que nos separa y que, a pesar que hagamos los máximos esfuerzos en acortar con cartas, llamadas telefónicas y mensajes de correo eléctrico, nunca, nada más, será lo mismo que antes, cuando cada fin de semanas nos reuníamos a almorzar, a beber un vinito, a preparar un asado.

Ellos y nosotros, reviviremos en la memoria cada rato compartido, y el más mínimo detalle de la estadía será atesorado como el más preciado obsequio de la vida. En unos meses, las voces, las imágenes, los encuentros, las charlas, se esfumarán como paisajes impresionistas hasta que, un nuevo cumpleaños o un evento familiar importante, nos hagan sentir de nuevo, que el vacío existe, que el tiempo seguirá su paso, implacable, y que todo lo que poseemos es un puñado de recuerdos de instantes compartidos.

La diáspora uruguaya nos ha vuelto más grises y nostálgicos que las letras de nuestros tangos rioplatenses. No somos los únicos, otros pueblos sufren la misma realidad, determinada por políticas económicas y sociales que dividen familias, separan hermanos, padres de hijos, nietos de abuelos, y amigos.

En unos días, volveremos a mirar el cielo, como si en cada avión que lo atraviesa, estuviese a esperanza de un nuevo reencuentro. A pesar que el precio del abrazo de bienvenida sea la próxima despedida, esta noche, algunos de nuestros queridos desparramados por el mundo, están con nosotros. Por ellos, y por los que no pudieron venir, levantaremos nuestra copa, pidiendo que se haga realidad, más temprano que tarde, nuestro renovado deseo de un mundo mejor. Un mundo en el que no haya espacio para el hambre ni para las guerras. Un mundo en el que no existan pueblos nómades, familias divididas, ni identidades culturales que se pierden con los años, con el idioma que se deja de hablar, con las costumbres que se deben adquirir.
Esta noche, nos abrazaremos, bailaremos, reiremos, y conversaremos, agradeciendo que, al menos, esta Navidad, pudimos estar juntos.